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Dating : El amor de sus hijos

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Diego Foelsche

La primera vez que el niño gritó, todos gritamos con él. Los aplausos, cantos, y la bulla de las patrullas nos hacía sentir unidos frente a un enemigo invisible. Un enemigo cobarde, pero peligroso, por lo que tuvimos que transformar nuestras casas en trincheras y pelear desde adentro. Las ventanas y balcones del país se convirtieron en puntos estratégicos para ganar una guerra que no se vence con odio, sino con amor; en donde el papel más importante, es llenar de energía los corazones de doctores, enfermeros, policías y el de todos aquellos y aquellas valientes que arriesgan su propia vida para salvar la vida de los demás.

Pero tras cincuenta días de confinamiento, lanzar hurras y aplausos por la ventana no parecen ser la mejor estrategia. La tasa de infectados sigue aumentando, y el número de muertos ha empezado a ser tan alto como nuestros miedos. Nuestra primera línea del ejército, cada vez es más golpeada, por lo que las patrullas han dejado de usar sus parlantes para poner el “Contigo, Perú”. Ya nadie parece estar con nadie. Pero a medida que nuestros gritos y aplauso han quedado ahogados en la desesperanza, la voz de un niño ha cobrado mayor fuerza y protagonismo.

No sé su nombre, cuántos años tiene, ni cuál es el colegio al que ya no puede ir desde que inició la cuarentena. Como si el Gobierno le pagara para que grite todas las noches y a la misma hora, el niño nos avisa a todo pulmón cuando son las ocho, y no se calla hasta que los vecinos salgan y den inicio un coro de aplausos tristes, tristes como el cielo gris de lima, el mismo cielo que se puso negro, una noche que nunca olvidaré.

Estaba sumergido en el silencio de mi cuarto, cuando el grito del niño se hizo espacio entre las cortinas. Unas cuantas manos le siguieron el juego de los aplausos. Como era costumbre, no faltaba quien soltara gritos de burla, o quien lo callara; sin embargo, tampoco faltaban las señoras que simpatizaran con su iniciativa. Pero esa noche, las señoras demoraron en acudir al llamado, por lo que el niño fue más insistente, y cuando estaba consiguiendo con esfuerzo, que a duras penas se sumaran a su propósito, una voz rompió el cielo: “Basta ya de tanta estupidez, que estamos cansados. El país ya no está para aplausos”. Esa noche, nadie más dijo nada.

Debo confesar, que además de parecerme un acto lastimero, los gritos de aquel niño ya empezaban a parecerme ridículos. ¿Qué pretendía gritando tanto? ¿En qué ayudaría eso a que nuestra realidad mejore? Pues bien, sin estar de acuerdo con la forma, yo coincidía con las ideas de ese señor. El país ya no está para aplausos. Sin embargo, yo también estaba equivocado. A las 8 de la noche del día siguiente, el grito del niño volvió a entrar por mis cortinas, pero ya no para dar la hora, sino para declarar el motivo que lo impulsaba cada noche a recolectar aplausos. “Te amo, mamá y esta noche espero que me puedas escuchar”. El niño lo repitió tantas veces, que hasta el sonido de los aplausos fue más alto que el de su llanto.

Muchos queremos abrazar a nuestras mamás, mirarlas a los ojos, y decirles cuánto las amamos, pero no todos podemos. Mientras estemos lejos, hagamos posible que cada mamá pueda escuchar en los aplausos de esta noche, el amor de sus hijos.

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