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Dating : Una taza más de café

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Suena el timbre de la puerta. Voy, despacio, y al abrir, sin ninguna sorpresa, allí está Roger.

Cada miércoles a la misma hora viene a buscarme para acompañarme al tratamiento. No me hace falta, aun me puedo mover/valer por mí mismo, pero agradezco mucho la compañía.

Le abro la puerta:

Entra, Roger, el agua para el mate está a punto de hervir. Hoy no iré a hacer el tratamiento. Ayúdame a sacar esta manta al jardín y siéntate que te cuento, por favor.

Al poco, con bastantes dificultades por mi parte y alguna queja de Roger, estamos sentados en el jardín de enfrente.

Me descalzo y saco los pies fuera la manta, tocando el césped. Me costará horrores levantarme y dentro de poco me hará daño todo, pero vale la pena.

Oímos la tetera que hemos olvidado en la cocina y Roger se levanta y va a preparar las infusiones. Yo, tocando con mis pies arrugados el césped, pienso en Julia y en todo lo que hicimos juntos. No necesito ponerme demasiado metafísico para pensar como esta hierba, este suelo, me une a ella…

Roger vuelve con dos tazas con mate que aun human. Le agradezco el gesto, cojo una y sonrío, pensando en qué dirían los argentinos si vieran cómo hemos preparado este mate. Pienso, por supuesto, que eso que tomamos tampoco es mate y que llamarlo así es muy generoso. Sí, la planta que tomamos es una adaptación del mate para que crezca en nuestro clima, pero está muy, muy adaptada. Pero bueno, ni yo soy purista ni me preocupa mucho el sabor.

Roger me mira expectante y me doy cuenta de que no le he dicho nada todavía:

-Hace muy buen día, esta tarde me gustaría quedarme viendo jugar a los niños en el jardín.

Mi vecino me mira. Hace tiempo que nos conocemos y, desde que murió Julia, Roger y su familia se han preocupado mucho porque no estuviera solo. Nos entendemos bien y tengo muy claro, por su silencio, que no está satisfecho con mi explicación.

-Morir moriré, eso lo tenemos todos claro. Puedo ganar unas semanas si sigo con el tratamiento o quedarme aquí sentado y disfrutar del césped y del sol. Tengo claro qué es lo que tendría que hacer pero creo que, después de tantos años, me he ganado ser un poco irracional.

Roger intenta convencerme pero sabe, antes de empezar, que no puede ganar una discusión con alguien mucho más terco que él. Intenta convencerme más por responsabilidad que porque crea que vaya a cambiar de opinión. Cuando es muy evidente que eso no lleva a ninguna parte, suspira y hace un gesto con las manos, dandose por vencido.

El sol brilla ese día de comienzos de abril. El aire mueve las hojas de los árboles en el patio comunitario donde un grupo de niños juegan despreocupados. A esa hora, después de comer, la mayoría del vecindario ha terminado de trabajar y la gente pasea charlando.

Es un día precioso y con buena temperatura… quizás un poquito demasiado alta para ser abril, pienso por un momento, pero me paro antes de volver a perderme en recuerdos de cómo fue todo.

Hablamos mientras damos sorbos a la bebida caliente. La conversación ha vuelto a la más cotidiana de las normalidades, una vez superado el trámite. Sin tener que decir nada se hace evidente que, aunque no me tenga que acompañar a ninguna parte, Roger se quedará a pasar la tarde conmigo.

Charlamos un poco más, entre tragos, pero poco a poco la conversación se va atascando y nos quedamos mirando a nuestro alrededor sin decirnos nada.

Pienso por un momento en vecinos como Roger y tantos otros que me han acompañado estos últimos años, viniendo a casa, ayudándome, pero sobre todo escuchando mis historias, en primera persona, de una época convulsa.

Pensar en eso me lleva a pensar en Julia. En sus ojos, su pelo castaños al principio y luego blanco. En su trabajo incansable para lograr plantas más resistentes y que necesitaran menos agua, pero sobre todo en nuestra lucha, conjunta, para cambiar tantas cosas. Pienso en el césped bajo mis pies. Pienso en todos los cafés que habíamos compartido mientras aún lo había y en todo lo que compartimos después. Todas aquellas conversaciones pensando cómo cambiar el mundo y, mientras miro la taza aún caliente que tengo entre las manos, pienso también en el primer mate hecho con hojas cosechadas por nosotros mismos.

Una pequeña victoria, muy pequeña, comparada con todas aquellas cosas más importantes que habíamos conseguido y las que nos faltaba conseguir, pero victoria de todos modos.

Hemos llegado muy lejos y las generaciones que nos han seguido han conseguido todavía mucho más que nosotros. La muestra es todo lo que nos rodea. Este césped… el cruce no es de Julia pero nace directamente de su trabajo y me hace pensar mucho en ella. Qué ilusión le habría hecho ver tanto verde. Que tengamos todavía un planeta donde vivir es, en una pequeña parte, también un legado suyo.

Miro a Roger, sentado medio reclinado hacia atrás, con las manos fuera la manta como si también buscara la comunión con el verde que le rodea. Debe de tener la edad que tenía Gerard cuando murió. No me quiero entretener mucho en ese pensamiento. La gente de mi generación perdimos mucho en aquellos años, muchos perdieron más, incluso más que Julia y yo.

Pensar en nuestro hijo siempre me lleva a pensar en Raquel, nuestra nieta. Un pensamiento mucho más alegre, lleno de orgullo aunque de añoranza.

Imagino qué debe estar haciendo ahora, tan lejos. Creo que sería buena idea hacer una videoconferencia después, miro el reloj pensando en qué hora es en Buenos Aires y veo, al hacer el gesto, que Roger me mira, preocupado. Sonrío pensando en el tiempo. ¿Qué son unas semanas más o menos de vida cuando hace años que siento que vivimos en tiempo prestado?

Me estoy volviendo a poner metafísico así que, tal vez para cambiar de tema, me vuelvo hacia Roger y le digo:

-¿Podrías ir dentro un momento y traerme algo? En el comedor, en el armario de puertas blancas, verás una caja, ¿me la puedes traer, por favor?

Mientras la va a buscar pienso en lo que hay en la caja. El regalo que nos trajo Raquel la última vez que la vimos.

Se había ido a Argentina, al terminar los estudios. Desde pequeña le habían fascinado los molinos. Con esa mirada soñadora, siempre brillante que, sin importar la genética, compartían ella, su madre y su abuela.

Ese momento en que nos dijo que quería hacer los molinos más altos del mundo la creímos. Cuando decidió, poco después de morir sus padres, que quería ir a la “Universidad de Buenos Aires”, pionera entonces en eólica, también la creímos, y aunque la idea de separarnos nos diera pánico, sabíamos que, si estaba decidido, poco podríamos hacer.

Ahorró todos los créditos de carbono que recibía cada mes, con una rigurosidad asceta. No le era difícil, viviendo con nosotros, su abuela y yo éramos de la vieja escuela, de la línea dura. Ella era determinada y consiguió pasaje en un trasatlántico para terminar la carrera en Buenos Aires.

Roger vuelve con la caja mientras yo pienso si este mate es cada vez más amargo.

-¿Me puedes ayudar a subir a la silla? Creo que los huesos ya me dejaran muerto de dolor por este rato sentado en el suelo.

Nos sentamos y abro la caja hermética. Dentro hay un paquete de café. El paquete es grande y pesado. El café está perfectamente envasado al vacío y seguramente el aroma que siento, proviene más de mi recuerdo que del paquete perfectamente cerrado. Tiene ya unos años, pero creo que no habrá estropeado.

Roger lo mira con curiosidad. No sé si por la envoltura del paquete totalmente pasado de moda o porque ha adivinado lo que es.

-Lo trajo Raquel. Está cultivado en Porto Alegre pero lo compró para mí en Buenos Aires. En Argentina es fácil comprar café. Tienen mucho comercio con Brasil gracias al tren.

»Ya sabes cómo nos ponemos los viejos con todo esto. Vemos algo y no podemos evitar diseccionarlo, imaginar todo el viaje que ha hecho para llegar hasta aquí. Este paquete lo llevó Raquel en el viaje inaugural del Zonda, un velero de carga transatlántico. Ella había hecho el diseño de las velas y tenía pasaje, así que aprovechó la excusa para venir a vernos.

»La verdad, es que, ahora que lo cuento, me siento un poco idiota porque discutimos bastante en aquella visita. -Roger me mira con paciencia de etnógrafo, acostumbrado a esperar cuando hablo, supongo que consciente que el orden cronológico y la brevedad no son mis fuertes -Julia y yo habíamos pasado toda la vida haciendo del decrecimiento un fin más que un medio. Sólo podíamos pensar en resistir, en desmontar el mundo que había habido. En aquella visita Raquel llegó al puerto como un huracán. Toda futuro y juventud. Nos explicaba los proyectos en los que trabajaban. Hablaba de volver a conectar el mundo, de cooperación transatlántica movida por el sol y el aire.

»Cuando nos lo explicaba nosotros sólo podíamos pensar en como la ceguera del siglo XX casi nos hizo perder el XXI. Para nosotros el objetivo era pensar en local y resistir. Ella pensaba en global. Ella construía.

»Tenía miedo entonces y si te he de ser sincero, todavía no estoy tranquilo, la verdad. Yo me podría morir con mi mate y no pasaría nada. Para mí poder descansar ya es suficiente recompensa, pero supongo que afortunadamente ya no me toca decidir a mí.

»Si os equivocáis, no os equivocaréis tan rápido como lo hicimos nosotros -Sigo, con tono algo bromista- hemos avanzado mucho reduciendo el impacto del beneficio de unos pocos en las decisiones y estoy seguro de que sin la explotación colonialista — aquí Roger sonríe, como cuando un personaje de la tele dice la frase que lo ha hecho famoso, yo me atasco-… Decía… bueno, ya sabes, que si os equivocáis será diferente, pero no olvidéis nuestras lecciones. Las tenéis todas en vídeo.

Reímos los dos, una risa tranquila, no muy ruidosa, fruto de conocernos y entendernos a pesar de venir, él y yo, de mundos diferentes. Al mundo del que yo vengo, por suerte, le queda muy poco.

Pienso en mis vecinos, en Roger, en Habiba, en Roberto y sus hijos, siempre encantados de curiosear los trastos viejos de casa cuando los invito. Pienso en mi nieta Raquel, en Valentina, su pareja, pero sobre todo en el pequeño Marcos al que seguramente no conoceré nunca… sonrío, confuso, al pensar que Raquel y Valentina están acostumbradas a interactuar con gente de todo el mundo a través de una pantalla. Gente de lugares que seguramente no visitarán nunca. Lo que para mi és una barrera enorme, para ellas es habitual, creo realmente que nunca había habido tanta distancia entre dos generaciones.

A mí lo que me ha llenado estos últimos años ha sido reencontrar unas comunidades fuertes y resistentes, cercanas, vecinos arremangándose para sacar el agua de unos bajos, cuidando juntos un huerto y en general ayudándonos a levantarnos los unos a los otros, superando los tiempos más duros.

Para las generaciones de Raquel y Marcos el futuro será volver a romper la distancia que ahora nos separa. Para ellos es una aventura nueva, no un regreso al pasado. Es descubrir qué hay al otro lado del mar, en el bosque, es ir a Marte, pero conchabado con los marcianos.

Me doy cuenta de que me he vuelto a perder en mis pensamientos, y para situarme, miro mis manos, que reposan sobre el paquete de café que todavía tengo en el regazo. Este café, este medio kilo denso y apretado como si condensara la disputa que Raquel y yo tuvimos hace unos años. Medio kilo de café tostado en Porto Alegre, empaquetado, y transportado en tren hasta Buenos Aires y en vela hasta Barcelona. Estos años lo he visto como un capricho inasumible y quizá, en realidad, es el símbolo de un futuro en el que repartiremos entre todos los lujos sin cargarnos el planeta.

-¿Te puedes creer que estaba convencido de que no me tomaría nunca este café? ¿Tu lo has probado alguna vez? Quién sabe, quizá pronto podrás tomar uno a la semana si eso de los barcos de vela funciona bien. Ven, ayúdame a levantarme, que creo que todavía tengo una cafetera en la cocina.

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